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  • Foto del escritorOsvaldo "Turco" Tangir

TRES ESTAMPAS HERNANDIANAS

Por Osvaldo Turco Tangir


EN LA GUITARRA SUENA MILONGA SURERA. DE A POCO, SU PLAÑIDERO SON VASE APAGANDO Y EL PAISANO CON LA VIGÜELA YA EN SILENCIO PIDE PERMISO PARA CONTAR SU HISTORIA, EL SILENCIO DE LOS PARROQUIANOS ES UN PERMISO TÁCITO. PARA ESO ESTÁN EN LA PULPERÍA. QUIEREN ESCUCHAR AL GAUCHO LEIDO, HILVANAR LAS ESTROFAS ESCRITAS O VIVIDAS POR OTRO GAUCHO COMO ELLOS, QUE TANTO LOS EMOCIONAN. LOS VERSOS ENCARNAN Y RUDOS OYENTES CONMOVIDOS, EMPEZANDO POR ÉL MISMO RELATOR, SIENTEN SUS VIDAS EMBEBIDAS EN EL POEMA…

Se sabe que hubo otros dos Martín Fierro de probada existencia, antes de que viera la luz el que todo el mundo conoce. Del primero se tienen noticias por una carta de José Gervasio Artigas al Gobernador, fechada el 19 de enero de 1800. En ella, hace referencia a un gaucho portador de ese nombre, presumiblemente un matrero conocido en las antiguas Misiones, la frontera norte del Virreinato siempre apetecida por los portugueses. Por esos años, el futuro caudillo oriental al mando de un cuerpo de Blandengues del rey patrullaba la región.

El segundo documentalmente probado es casi contemporáneo de la creación hernandiana. En 1866 “un preso de nombre Martín Fierro”, oriundo de los pagos del Tuyú, es remitido al cuerpo de línea de la comandancia de Frontera en Azul a pelear contra la indiada. Quedó registrado en una nota manuscrita por el coronel Alvaro Barros.

¿Habrán sido las vidas de estos hombres o sus apelativos inspiración para el poeta? Parecen más bien pistas falsas, señuelos, datos que se agotan en la curiosidad y nada dicen de la génesis del verdadero. Que fue gestado en una habitación del Hotel Argentino, situado en la esquina de 25 de Mayo y Rivadavia justo frente a la Casa de Gobierno.

Dicen que en los meses que van de julio a mediados de noviembre de 1872, José Hernández escribió los 2316 octosílabos que componen El Gaucho Martín Fierro.

EL RELATOR SE TOMA UN RESUELLO. Y DE LAS TRIPAS DE LA VIGÜELA VA ELEVANDO NOTA A NOTA UN AIRE DE TRIUNFO, SE ESCUCHAN MURMULLOS, MUJERES SECAN SUS LÁGRIMAS CON LAS MANOS, HOMBRES DE DIFERENTES PAGOS INTENTAN REPRODUCIR LA ÚLTIMA ESTROFA OÍDA. “OTRA VUELTA DE GIÑEBRA PARA TODOS”, INVITA EL PULPERO GALLEGO EN UN ARREBATO EXCESIVO DE GENEROSIDAD.

El 28 de noviembre de 1872, La República, de Buenos Aires, anuncia en sus páginas que en breve “saldrá a la luz un folleto en versos gauchos”, titulado Martín Fierro, escrito por el Sr. José Hernández. Y antes de fin de ese año aparece el cuadernillo impreso en papel de baja calidad, con ese extraño título.

La expectativa creada por el suelto en el periódico parece dar resultado, porque apenas dos meses después el humilde folleto salido de la imprenta La Pampa se agota, y su editor, Zoilo Miguens, decide hacer una nueva tirada. Entre ese año y 1878, son once las ediciones y 48 mil los ejemplares vendidos. El poema circula por la campaña argentina y uruguaya como el viento. Y es escuchado por los gauchos analfabetos atentos al letrado lector. El nombre de Hernández se eclipsa tras el de su creatura.

En 1879 aparece La Vuelta de Martín Fierro, una muy esperada continuación que en un santiamén vende 20 mil ejemplares. Los dos poemas , la Ida y la Vuelta se funden en uno, que constituyen al fin y al cabo un destino completo. Parecido al de tantos. Por eso emociona al gauchaje en los fogones y las pulperías y sus versos se repiten de memoria como una contraseña.

Incontables son los ejemplares vendidos alrededor del mundo: en sueco, esperanto, quichua, alemán, italiano, ruso, chino, tagalo y cincuenta lenguas más… El Martín Fierro trasciende el sino de cualquier obra literaria. Es paradigma moral, advertencia histórica, ética encarnada, grito de justicia, eterna sabiduría. Eso que la vida del gaucho encierra.

SUENA VIDALA, QUIZÁS UN TRISTE, ALGO SIN ROSTRO ATRAVIESA EL CUARTO, PERO EL ESPÍRITU DE CRUZ CUSTODIA QUE NADIE PERTURBE AL HOMBRE PRONTO A PARTIR. LA QUINTA SE PUEBLA DE LEVITAS, TRAJES RÚSTICOS, VESTIDOS DE PERCALINA NEGROS, MEMORIA DE DUELOS, BATALLAS, DEBATES, PERSECUCIONES, SIEMPRE TRAS UNA CAUSA: “¡BUENOS AIRES, BUENOS AIRES!”.

En una habitación de su quinta de Belgrano (situada en la actual Av. Cabildo al 400), el senador yace afectado por el recrudecimiento de una miocarditis. Su corazón lastimado por tantas contiendas y la marca de las derrotas, va mermando sus latidos. José Hernández agoniza.

Tras los ojos entrecerrados, como postales que se van aguando, pasan su infancia en la chacra del tío Pueyrredón, los días, o años, dedicados al periodismo partidista, una agitada residencia en Paraná, siempre enfrentando al centralismo porteño… Saltan y se apagan como pavesas las últimas fugacidades: Matraca, su apodo; los tiempos de comerciante, contador, taquígrafo, estanciero; aquellas peleas con Mitre y Sarmiento, el exilio, los días sable en mano junto a López Jordán. Su defensa del Chacho Peñaloza, el alegato por la recuperación de las Malvinas. Pero ya nada de eso consiste. Ninguna de esas imágenes devueltas por la última ráfaga de vida puede frenar el infarto fatal.

Rafael, su hermano, afirma que en los últimos años José Hernández era mejor conocido como el “senador Martín Fierro”. Un apelativo ganado tal vez luego de su famosa intervención a favor de la federalización de la provincia de Buenos Aires.

Aquel criollo arquetípico, modelo de héroe, cuya aventura plasmada en hojas color tanino es en realidad una epopeya popular. Ida y vuelta del héroe transformado luego de la revelación. Hijo del Coraje y la Sabiduría, en su viaje gana el derecho a denunciar la situación de abandono del gauchaje, las levas forzadas del gobierno para marchar a la guerra de fronteras contra el indio, las familias desechas por la crueldad de los mandamases, modelos morales en los que define una identidad. Literatura certera, descubrimiento de un sujeto histórico deshilvanado por el liberalismo a la francoinglesa, esas rimas demuestran ser más eficaces que la lucha armada, y los encendidos discursos y brulotes periodísticos cometidos desde siempre.

Rafael también da fe de que aquel jueves 21 de octubre de 1886, apenas antes de partir, José dejó en su balbuceo final las palabras capaces de explicar la razón de una vida, y el trazo en versos de un proyecto nacional, causa final de su existencia, obra inconclusa, como el regusto de sus últimas palabras: “¡Buenos Aires, Buenos Aires!”.


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