Nací y viví hasta los 17 años en un pueblo
de la provincia de Buenos Aires, luego hice
el secundario en la ciudad de Junín (250 km
al oeste de la Capital).
De niña en mi familia no se hablaba de sexo,
ni de embarazos. Tengo muy claro el susurro
de algunas conversaciones donde escuchaba palabras sin explicación, por lo mismo quedaron grabadas en mi memoria.
Me enteraba de los embarazos de mis tías cuando su panza era muy grande y no sabía
cómo había llegado ahí ese nene, pero estaba claro que era algo de lo que mejor no preguntar.
La menstruación era “el asunto”, “estoy con el asunto” y “tuvo que hacer un desarreglo” refería al aborto.
Sé que mi mamá hizo por lo menos un aborto porque un día fuimos a Junín y al regreso la palabra “desarreglo” y mi prima Nelly, dieciséis años mayor que yo, preguntó – ¿Ella no se dio cuenta de nada?
Es claro que yo, que aún no iba a la escuela, ya había aprendido a disimular.
Lo peor es que estaba segura que algo estaba muy mal.
Casi con treinta años viví en Santiago de Chile, ya me atrevía a decir “estoy menstruando”, y también podía comprar apósitos y tampones sin suponer que estaba en un porno shopping, pero fui a un ginecólogo
y me enteré que a estar con “mi período” el médico lo llamaba “estar enfermita”…y a parir “se compuso”… con semejante confusión de lenguaje no era muy fácil enterarnos de qué nos pasaba.
No recuerdo muertes en mi pueblo por abortos, pero si los elogios a Doña María Ezaín, una “comadrona”
que “ayudaba a las mujeres” y también atendía los partos. Mi abuela tuvo diez hijes, su cuarta hija le preguntó si no había aprendido nada para no tener tantos, como la señora de Clivé que tenía solo cinco, ella dijo
que le habían ofrecido, pero tenía mucho miedo de morir y dejar todos huérfanos.
Su quinto hijo fue el primer varón, entonces ya no deseaba más, pero temía no poder criarlos. A los tres últimos los crió su hija mayor, mi tía Margaita, que no quiso tener los propios.
