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Elogio a la Insolencia

Actualizado: 31 dic 2020


Dibujo: Leonardo Davico

Nosotros no jugamos, señores. Aclaremos desde el inicio este punto. No competimos, porque no calificamos para ninguna clase de mención.

No estamos hechos de acero, ni de piedra,

ni de diplomas. No hemos tenido la previsión de munirnos de todas aquellas herramientas infalibles y precisas que brindan las casas de estudios. No nos hemos convertido en intelectuales (o apenas “gente preparada”) en una Universidad o Facultad, es decir a la fuerza o por conveniencia, sino por mero gusto y en la calle para colmo. Ergo: no tenemos autoridad en casi nada...

Algunos hemos pasado por el secundario, pero como borrachos por una fiesta; sin invitación, sin conocer a nadie y sin haber obtenido un título siquiera. Yo pasé por la escuela secundaria como alguna vez me he floreado por el patio de la Casita de Tucumán. No recuerdo casi nada de ambos hechos y admito que no se trata de algo que me enorgullezca.

Nosotros no jugamos. Ni al truco, ni a la ruleta, ni al fútbol, ni al quemado, ni a las bolitas,

ni a la mancha, ni al Candy Crush Saga; no hemos podido hallarle la gracia a ningún juego, porque somos de madera terciada para cualquier asunto más o menos lúdico que se proponga obtener un ganador. Nunca nos han preferido. Pero intuimos que la victoria nos es esquiva quizá por nuestra misma actitud apática frente al juego en sí. Por ejemplo, si en alguna ocasión nos hemos descubierto a nosotros mismos envueltos en una justa por la preferencia o el cariño de un ser humano determinado, nos hemos apresurado a concederle la victoria al otro, o a los otros participantes, espantados ante la idea de estar formando parte de una cosa así.

El simple hecho de conocer la existencia de otro postulante ha funcionado como un repelente en nosotros cada vez que hemos creído encontrar un amor romántico (u objeto de deseo, llamémosle mejor). Así que hemos sabido dar lo antes posible un elegante paso al costado y no por cortesía, sino porque ese acto mismo constituye un modo claro de renunciar a un juego y eso es lo que nos fascina hacer en la vida... Estamos más que acostumbrados a que no nos elijan. Yo al menos nunca he sido el favorito de nadie (de mi hijo ahora, tal vez, pero vamos a ver por cuánto tiempo). Favorito no he sido ni como hijo, ni como nieto, ni como amigo, ni como alumno, ni como empleado, ni como amante, ni como vecino, y confieso que se me ha hecho vicio, porque eso de algún modo implica libertad también, y se siente hermoso. Libertad para fallar cien veces por día, para bañarse menos, para la introspección, para irse lejos sin consultar a nadie o temer su enojo. Oh, si

yo les contara... Pero no importa. Lo importante es eso de poder sentirse dueño de uno mismo. Y de nada más, por cierto; aunque dicen que mano ocupada es mano perdida también, y no tener nada nos permite

estar con las puertas abiertas a todo lo que no dejará de venir hasta que muramos.

No suscitamos fervores ni deseos, menos que menos de esos que llaman húmedos; ni siquiera moderadas o discretas adhesiones, porque no somos tan ingeniosos o bellos, y no contentos con la deshonra de carecer de títulos, tampoco hemos tenido la delicadeza de pasar por un gimnasio a ver si podíamos corregir alguna de las canalladas que la naturaleza nos ha hecho cuando nacimos... No; no hemos estilizado nuestros cuerpos entregándonos al ejercicio físico, ni hemos cultivado nuestros equilibrios emocionales usando yoga,

ni hemos equipado nuestras mentes con aquellos conocimientos que nos hagan útiles a la sociedad (fin último de todo burgués); somos taaan soberbios y egoístas para con el sistema que nos servimos primero que nada

a nosotros mismos, y a todo nuestro altruismo lo usamos con quien no tenga con qué pagarnos. Somos una horda depravada de hombres y mujeres insolentes, pero sin gracia y sin onda; sin aspiraciones, ni sueños inocentes, ni ambiciones, ni hambre de progreso, y por eso será que no calentamos a nadie. Sólo tenemos

la paciencia, el desapego material (ejercitado durante años de miserable pobreza), la sencillez, la sinceridad, cierta lucidez exasperada y exasperante para detectar absurdos alevosos en todas partes (que bien podría tratarse en verdad de alguna forma de paranoia esquizoide o de un tumor en el lóbulo parietal que nos está apretando las ideas), y sobre todo tenemos la insolencia de vanagloriarnos de todo eso, ya que son nuestros únicos bienes, y tal vez no queramos más. Porque aquellos y aquellas que están mejor preparados para pelear, o jugársela, por las mejores cosas (por las más bellas princesas o los muchachos más fuertes, por los mejores empleos, por un lugar más adecuado o ventajoso en la escala social, por los más grandes terrenos

en los más coquetos barrios), esos campeones se lo llevarán todo, aún cuando nos acomodáramos en la fila para obtener algo de rebote, así fuera la migaja más pequeña. Y es que ellos, no sólo cuentan con una colección más amplia de aptitudes, sino que además adoran jugar, competir, alcanzar puntajes; han sido criados para eso y en un punto le hallaron el gusto. Y nosotros no. Nosotros nos negamos en forma categórica y rotunda a jugar o participar en competiciones, pues no buscamos nada.

Es ese nuestro mayor aporte a favor de la insolencia: que no queremos nada; desestimamos el valor

de todos, TODOS los premios, nos cagamos en todos los homenajes y los reconocimientos de este mundo mezquino y asqueroso de los hombres. Ostentamos cada vez que podemos la insolencia de decir “no, gracias; yo paso, jueguen ustedes, y procuren pasarla bien”, y ésto, más que por cualquier otra razón, es porque francamente nosotros nunca lograríamos disfrutarlo tanto como lo hacen los jugadores. Muy por el contrario,

y para un deslucimiento más escandaloso del juego, sabemos que en la antigua Roma, el rey Numa Pompilio, sucesor del mismísimo Rómulo, instituyó las Agonalias, en honor de Jano o del diós Agonio, y en ellas los juegos agonales eran certámenes o luchas. Agón es, de hecho, la palabra griega equivalente a “lucha”. Los participantes, o concursantes eran llamados antagonistas, y se trenzaban unos contra otros en esas bárbaras o sólo pueriles justas por establecer quiénes eran los mejores en esto o aquello (ésto es lícito, y digno inclusive, o podría llegar a serlo; en la llamada “vida silvestre”- de la cual la Humanidad se dice que ha logrado huir hace tiempo, a Diós gracias- eso también se usa y es por la perpetuación del linaje, pero los humanos lo han llevado hasta el límite mismo de la insensatez, como a casi todo lo que eligen seguir, o profesar, o venerar, y por eso nuestra insolencia crítica de decir basta). Luchas agónicas eran aquellas de los antiguos romanos. Agonías... Por eso, no, gracias, jueguen ustedes, agonicen tranquilos, campeones de la vida. Nosotros seguiremos avocados al arte y la contemplación (cultores fervientes como somos del famoso dolce far niente); a la agricultura respetuosa de la Pacha y al fomento de pequeñas felicidades para los otros que también son uno mismo.

Sigan jugando a quién la tiene más grande. Pero luego, en la salida, si algo falla, no quisiéramos ver

a nadie llorar si se supone que para ustedes lo importante es competir... Y lo decimos con cierta autoridad

más ética que deportiva, dado que nosotros, los insolentes, aunque no solemos jugar a nada, ya sabemos

de qué se trata eso de perder por afano, y nos resulta un poco absurdo (si no ridículo) ver a tanta gente

grande y boluda llorando por todos lados.

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